miércoles, 2 de enero de 2013

No lejos de donde yo vivo

Una vez, cuando yo era demasiado joven para entender lo que me contaban, alguien me habló de una extraña población "no lejos de donde yo vivo", según me dijo quien me la contó, que construyó un semáforo al borde de un acantilado. Entre los habitantes de aquella población se hablaba de que aquel precipicio era el límite entre la tierra conocida y la tierra de ninguna parte. A todos desde pequeños les enseñaban que quién cruzaba el límite que el semáforo establecía desaparecía para siempre, basándose en el argumento de que nadie había vuelto jamás de aquel lugar, situado en ninguna parte.
El semáforo lucía un rojo en el extremo más alto de sus lámparas durante muchas horas, a veces días. Pero de vez en cuando, esa luz roja se apagaba y se encendía la lámpara verde, que permitía a los ciudadanos avanzar hacia el precipicio, hasta llegar a sobrepasarlo. Todos los ciudadanos que querían ser considerados como alguien, dentro de esa incomprensible sociedad, soportaban largas esperas frente al resplandor rojo de aquel semáforo; y, cuando llegaba el momento, cruzaban.
Uno por uno, los habitantes de la por entonces condenada población iban hacia el exilio de sus propias vidas, privándose de su libertad y dignidad de persona. Arrastrados por lo que era tradición, o simplemente por lo que todo el mundo hacía, todos buscaban su perdición. El sentido común desapareció de sus diccionarios y nadie se atrevía a dudar de aquella extraña costumbre, a pesar de que, de alguna forma, todos advertían algo extraño en ella.

Yo era demasiado pequeño para entender todas estas confusas historias, pero las recordé como si se tratasen de cuentos sobre un mundo fantástico, lleno de gente incomprensible... incluso loca. Por aquel entonces yo pensaba que un mundo así era imposible, que solo se trataba de leyendas inventadas para un fin difícil de adivinar. Sin embargo hoy, viendo a mi alrededor, me doy cuenta de que ese mundo existe. Aquí mismo, no lejos de donde yo vivo.


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