martes, 25 de junio de 2013

Princesas

Cuando acabó la fiesta ellos continuaron bailando. Todos los invitados se habían ido, no quedaba nadie en la sala. Ni si quiera los anfitriones habían esperado para marcharse. Solo quedaban ellos dos. Él, un chico joven, ni muy apuesto ni demasiado feo; y ella, una chica soñadora que solía imaginarse las historias que le gustaría que ocurriesen.
El enorme salón en que estaban solo era acompañado por un vals, más bonito que cualquier otro. Y ambos bailaban al compás de aquella música que tiempo después recordarían como la banda sonora del mejor día de su vida.
Movían los pies con una sincronización impresionante. De vez en cuando, él la hacía girar bajo su brazo y ella giraba con una majestuosidad inenarrable. Bailaron toda la noche, y cuando amanecía, ella se marchó.
No sabían cómo iban a volver a verse. Ella no había dejado ningún zapato de cristal, y él no disponía de una guardia real para encontrarla. Pero se volverían a ver, y volverían a bailar juntos. Al fin y al cabo, eso ocurre en todas las películas de princesas, ¿no?


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